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martes, 12 de julio de 2016

La palmera y el sultan. (Reflexiones)



Un Sultán paseaba con toda su corte cuando se encontró con un campesino que trabajaba con mucho afán por trabajar la tierra. Ante tal visión, no pudo por menos y le preguntó al campesino:

- Trabajas con tanto esfuerzo para plantar esa palmera y nunca comerás sus frutos. Ese árbol tarda mucho en crecer y tu vida está a punto de llegar al final.

-Otros ya plantaron y nosotros comimos. Ahora otros comerán.

Al Sultán le desconcertó la respuesta y le quiso recompensar con una bolsa de 100 monedas de plata. El anciano no pudo por más y replicó:

-¿Has visto qué pronto ha dado fruto la palmera que planté?

El Sultán entendió que a parte de un hombre bondadoso tenía ante sí un hombre sabio y le tendió una nueva bolsa con monedas. Después retomó su camino y, mientras se alejaba por el horizonte, el anciano susurró:

-Realmente esta es una palmera extraordinaria. Normalmente el resto solamente dan una cosecha al año y esta ha dado dos en un día.


lunes, 21 de marzo de 2016

lunes, 21 de diciembre de 2015

Hay maestros y hay educadores...



En la secundaria de mi pueblo, el año pasado las alumnas habían adquirido la mala costumbre de besar los espejos para imprimirlos con las marcas de sus lápiz de labios. 
Todas las mañanas, los espejos de los baños de las mujeres amanecían llenos de "besos" colorados. 

La directora publicó un comunicado, pidiendo a todas las alumnas que se abstuvieran de imprimir besos en los espejos porque recargaba el trabajo del personal de limpieza. 

Como si nada. Los espejos seguían apareciendo llenos de marcas de pinturas de labio. 

Al final, la directora juntó a la mayor cantidad de alumnas que pudieron entrar al mismo tiempo en el baño de mujeres, y les explicó que quería mostrarles lo difícil que era para el personal de limpieza eliminar esas marcas todos los días. Le pidió a la señora de la limpieza que proceda con la tarea. 

La mujer de la limpieza tomó un trapo seco, lo mojó varias veces en un inodoro, lo escurrió y procedió a sacar las marcas una por una. Cada tanto volvía a mojar el trapo en otro inodoro, lo retorcía y seguía limpiando hasta que todos los espejos quedaron brillantes. 

Nunca más aparecieron marcas de labios en los espejos. 


Hay maestros y hay educadores...

sábado, 25 de julio de 2015

El Síndrome de Solomón





" En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban de acuerdos con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de sus compañeros participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría” (Solomon Asch)
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
“Ladran, luego cabalgamos”
(dicho popular)
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

Formamos parte de una sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos La envidia paraliza el progreso por el miedo que genera no encajar con la opinión de la mayoría.
Uno de los mayores temores del ser humano es diferenciarse del resto y no ser aceptado.

Fuente: elpais.com

sábado, 23 de mayo de 2015

Historia reflexiva: Es mejor dar que recibir.

Hermosa historia para leer en silencio e iniciar una hermosa jornada de trabajo docente. 


Un estudiante universitario salió un día a dar un paseo con un profesor, a quien los alumnos consideraban su amigo debido a su bondad para quienes seguían sus instrucciones.
Mientras caminaban, vieron en el camino un par de zapatos viejos y supusieron que pertenecían a un anciano que trabajaba en el campo de al lado y que estaba por terminar sus labores diarias.
El alumno dijo al profesor:
Hagámosle una broma; escondamos los zapatos y ocultémonos detrás de esos arbustos para ver su cara cuando no los encuentre.
Mi querido amigo le dijo el profesor, nunca tenemos que divertirnos a expensas de los pobres.
Tú eres rico y puedes darle una alegría a este hombre. Coloca una moneda en cada zapato y luego nos ocultaremos para ver cómo reacciona cuando las encuentre.

Eso hizo y ambos se ocultaron entre los arbustos cercanos. El hombre pobre, terminó sus tareas, y cruzó el terreno en busca de sus zapatos y su abrigo.

Al ponerse el abrigo deslizó el pie en el zapato, pero al sentir algo adentro, se agachó para ver qué era y encontró la moneda. Pasmado, se preguntó qué podía haber pasado. Miró la moneda, le dio vuelta y la volvió
a mirar.
Luego miró a su alrededor, para todos lados, pero no se veía a nadie. La guardó en el bolsillo y se puso el otro zapato; su sorpresa fue doble al encontrar la otra moneda.
Sus sentimientos lo sobrecogieron; cayó de rodillas y levantó la vista al cielo pronunciando un ferviente agradecimiento en voz alta, hablando de su esposa enferma y sin ayuda y de sus hijos que no tenían pan y que debido a una mano desconocida no morirían de hambre.

El estudiante quedó profundamente afectado y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ahora- dijo el profesor- ¿no estás más complacido que si le hubieras hecho una broma?

El joven respondió:
Usted me ha enseñado una lección que jamás olvidaré. Ahora entiendo algo que antes no entendía: es mejor dar que recibir.

martes, 28 de abril de 2015

Historia para enseñar valores. (Con guía para desarrollarla en reunión con padres)

Guia para desarrollar.

1ª- Entregar la historia de "Ayer y hoy". A los participantes.
2ª- Pedir a los participantes que digan UN valor que les parece que se refleja en la historia.
3ª- Preguntar: ¿Cómo puede ayudar esta historia a los jóvenes y su relación con los adultos.?
4ª- Lea la reflexión del final de este post, y pida que los participantes opinen alrededor de ella.
5ª- Pida que los participantes cuenten experiencias donde personas mayores sufren el desprecio de sus parientes. 
6ª- Solicite soluciones para el desprecio que vive el adulto mayor, no solo en la casa, tambien en los trabajos, en la calle y en las legislaciones. 


Ayer y hoy.



Un viejo se fue a vivir con su hijo, su nuera y su nieto de cuatro años, ya las manos le temblaban, su vista se nublaba y sus pasos flaqueaban.
La familia completa comía junta en la mesa, pero las manos temblorosas y la vista enferma del anciano hacía el alimentarse un asunto difícil.
Los guisos caían de su cuchara al suelo de y cuando intentaba tomar el vaso, derramaba la leche sobre el mantel.
El hijo y su esposa se cansaron de la situación. "Tenemos que hacer algo con el abuelo", dijo el hijo. "Ya he tenido suficiente, derrama la leche, hace ruido al comer y tira la comida al suelo".
Así fue como el matrimonio decidió poner una pequeña mesa en una esquina del comedor. Ahí, el abuelo comía solo mientras el resto de la familia disfrutaba la hora de comer. Como el abuelo había roto uno o dos platos, su comida se la servían en un viejo plato de madera.
De vez en cuando miraban hacia donde estaba el abuelo y podían ver una lágrima en sus ojos mientras estaba ahí sentado sólo. Sin embargo, las únicas palabras que la pareja le dirigía, eran fríos llamados de atención cada vez que dejaba caer el tenedor o la comida.
El niño de cuatro años observaba todo en silencio. Una tarde antes de la cena, el papá observó que su hijo estaba jugando con trozos de madera en el suelo.
Le preguntó dulcemente: ¿Qué estás haciendo?
Con la misma dulzura el niño le contestó: "Ah, estoy haciendo un plato de madera  para vos y otro para mamá para que cuando yo crezca, ustedes coman en ellos". El niño sonrió y siguió con su tarea.
Las palabras del pequeño golpearon a sus padres de tal forma que quedaron sin habla.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Y, aunque ninguna palabra se dijo al respecto, ambos sabían lo que tenían que hacer.
Esa tarde el esposo tomó gentilmente la mano del abuelo y lo guió de vuelta a la mesa de la familia. Por el resto de sus días ocupó un lugar en la mesa con ellos. Y por alguna razón, ni el esposo ni la esposa, parecían molestarse más cada vez que el tenedor se caía, la leche se derramaba o se ensuciaba el mantel.

Reflexión: 
Los niños son altamente perceptivos. Sus ojos observan, sus oídos siempre escuchan y sus mentes procesan los mensajes que absorben.
Si ven que con paciencia proveemos un hogar feliz para todos los miembros de la familia, ellos imitarán esa actitud por el resto de sus vidas. Los padres y madres inteligentes se percatan que cada día colocan los bloques con los que construyen el futuro de su hijo. Seamos constructores sabios y modelos a seguir.
He aprendido que puedes decir mucho de una persona por la forma en que maneja tres cosas: un día lluvioso, equipaje perdido y luces del arbolito enredadas.
He aprendido que independientemente de la relación que tengas con tus padres, los vas a extrañar cuando ya no estén contigo.
He aprendido que aún cuando me duela, no debo estar solo.

martes, 20 de enero de 2015

Historia Reflexiva: Las apariencias engañan

Se encontraba en la biblioteca un hombre vestido de overol de esos que usan los trabajadores de las fábricas, y calzaba sandalias en un día muy frío.

En sus manos llevaba varios libros.

¿Quién es ese hombre?, era la pregunta general.

Es un profesor de Física, y viene del peru; fue la respuesta, con la siguiente historia:

Un día este hombre llegó hasta la facultad de Física vestido del modo tan particular en que le gusta vestir. Pidió, una entrevista con el decano. Le indicaron que estaba en una reunión con un grupo de docentes. El hombre insistió en verlo.

La secretaria lo buscó, y al rato salió el decano a verlo. Luego de saludarlo, el hombre le dijo: Vengo a pedir trabajo como docente de Física. El decano miró su apariencia de arriba abajo; su aspecto era la antítesis de un profesor universitario. De pronto, el decano dibujó una leve sonrisa en su rostro y lo invitó a que lo acompañara.

Entraron en una sala, donde había una media docena de docentes universitarios.

El decano le dijo: Hace poco recibimos este libro como texto guía. Estamos aquí intentando solucionar unos problemas de Física. Si usted es capaz de resolverlos, lo contrato como docente. El hombre tomó el texto, se dirigió a una pizarra y tranquilamente comenzó a resolver uno a uno los problemas que le habían indicado.

Los docentes cambiaron poco a poco, la sonrisa de burla que tenían en sus rostros, por una cara de asombro. Cuando terminó, el decano, atónito, le dijo casi tartamudeando:

-¿Cómo pudo hacerlo? ¡Hemos estado aquí varios días sin poder resolver estos teoremas! El hombre, con sencillez, simplemente respondió:
-Yo soy el autor del libro.

La mejor forma de equivocarnos con las personas es juzgarlas por aspectos externos. Ninguna persona encaja fácilmente en los estereotipos que nos formulamos de ellas.

Usa tus ojos...

para ver la belleza de la vida, o para ver el interior de las personas. No los uses para criticar maliciosamente de cómo se ven o se visten los demás, o para juzgar a las personas sólo por sus apariencias.

Usa tus oídos...

para escuchar a tu prójimo y poder ofrecerle una palabra de aliento; para escuchar los sonidos agradables que te ayudan a olvidar las dificultades y edifican tu interior. No los uses como un arma, o para envenenar a los demás, creando cizañas, con lo escuchado.

Usa tu olfato...

para percibir el olor de las flores, del perfume, del amor. No lo impregnes, con los malos olores, como lo son el odio, el egoísmo, la traición.

Usa tu gusto...

para saborear el triunfo de tus metas alcanzadas, de los logros obtenidos con esfuerzo y dedicación. No lo uses para saborear las derrotas de otros, o cuando algo les sale mal.

Usa tu tacto...

para sentir y dar amor, para tocar a las personas con tus deseos positivos, con tu caridad. No lo uses para pedir injustificadamente, o para golpear sin piedad.

¡El Sexto Sentido, el más importante...!

es el que nos da la sabiduría para distinguir la diferencia entre los otros sentidos; entre el bien y el mal, entre dar o recibir, entre salvar o matar.

A veces miramos sin ver; oímos sin escuchar; olemos sin percibir; probamos sin saborear; tocamos superficialmente...!

¡Usa tus sentidos sabiamente; no se trata de cuántos tengas, sino de cómo los utilizas.