domingo, 26 de julio de 2015

sábado, 25 de julio de 2015

El Síndrome de Solomón





" En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban de acuerdos con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de sus compañeros participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría” (Solomon Asch)
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
“Ladran, luego cabalgamos”
(dicho popular)
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

Formamos parte de una sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos La envidia paraliza el progreso por el miedo que genera no encajar con la opinión de la mayoría.
Uno de los mayores temores del ser humano es diferenciarse del resto y no ser aceptado.

Fuente: elpais.com

lunes, 13 de julio de 2015

Cuento: La selva ( con guía pedagógica)

Este cuento debe ser entregado a los participantes de la jornada.
Solicite que lo lea uno de los participantes y el resto sigue la lectura en silencio. 
Cuando, hayan leído: Inicie con estas preguntas y permita la participación libre y voluntaria.
Escriba las ideas centrales de los participantes en una pizarra o papelón, dando énfasis a los valores que menciones. 
Estas son las interrogantes a plantear: 
¿Por qué crees que el rey era poderoso? 
¿Por qué el rey no quiso ayudar a los peces? 
¿Qué ocurrió con el problema de los peces? 
¿Cómo crees que se sentían los peces? 
¿Qué ocurrió cuando el hijo del rey cayó al río? 
¿Qué hicieron los peces? 
¿Cómo se sintió el rey león? 
Piensa en alguna ocasión en la que hayas pensado que los problemas de otro eran una estupidez ¿Intentaste ayudar? 
¿Cómo crees que se sintió? 
¿Qué crees que podías haber hecho?

Retomen las palabras e ideas generales escritas en la pizarra y concluya con una reflexión  donde destaque la empatia y la resiliencia. 
Pregunte como se sintieron al leer este cuento. 



Cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo reinaba en la selva el poderoso, noble y valiente león. El rey león era respetado por todos, pues todos los animales le temían. Solía pasearse rugiendo y haciendo que todos a su paso le mirasen con grandes ojos abiertos, asustados de su poder. Muchos le pedían ayuda y consejo, puesto que el rey de la selva, era el que gobernaba todo el territorio y era, por tanto, el encargado de que todo funcionara correctamente. El rey león, además de un buen rey, era también algo arrogante y engreído, puesto que al ver que todos le temían se sentía poderoso, lo que le hacía creer mejor que nadie, lo que le hacía creer indestructible e intocable. Un día el rey fue alertado de un problema en el río. Al acercarse, se encontró con un grupo de pececitos, el portavoz de todos ellos, un pez de colores llamado Burbujito, se dirigió al rey león y le dijo: -Majestad, es un honor contar con su presencia. Le hemos hecho venir para que nos ayude con un asunto que desde hace tiempo nos viene preocupando. Allí en el otro lado del río, hay algunas hierbas que crecen desmesuradamente y no nos dejan nadar por aquellas aguas. Nosotros no podemos cortar las hierbas, ni controlar su crecimiento, necesitamos que alguien nos ayude y corte esas plantas, que controle su crecimiento para que no invadan nuestro río. El rey león, pensó que aquello era una estupidez, hacerle ir a él, el poderoso rey de toda la selva porque unos peces están molestos por el crecimiento de unas plantas, le pareció una desfachatez, ya que él no podía perder su tiempo en asuntos triviales, sin importancia. Algo enfadado, como estaba, respondió al pez Burbujito: peces -Como rey me ocupó de asuntos importantes. No veo ningún problema en lo que me comentas, si no podéis nadar por ese lado del río podéis nadar por el otro. El rey león, muy digno, se fue de allí después de decir esto y dejó a los peces con las hierbas invadiendo su río. Pasaron varios días y las hierbas cada vez ocupaban mas parte del río. Los peces ya solo tenían un pequeño espacio por el que podían nadar libremente. Pero al rey león esto no parecía importarle demasiado. Una tarde correteaba jugando cerca de la orilla del río, el pequeño leoncito, el hijo del rey león, con tanta mala suerte que tropezó y cayó al agua. Fue a caer en la orilla que estaba invadida por las hierbas, quedando enredado entre ellas, sin poder escapar. 



El rey león corrió desesperado y llamó a los peces. -Ayudadme, por favor. Tenéis que nadar debajo de las hierbas y ayudar a mi hijo a desengancharse. El pez Burbujito y los demás peces, sin pensarlo se introdujeron, con dificultad entre las hierbas y consiguieron liberar al leoncito. El rey león entonces comprendió que los problemas de uno son los problemas de todos. Y que todos los problemas son importantes, aun siendo el más poderoso no podía ayudar a su hijo. Solo los pequeños pececitos fueron capaces de ayudar al león. A la mañana siguiente el rey león, se dispuso el mismo, con sus manos a cortar las hierbas y controlar su crecimiento para permitir que los peces y cualquier otro ser, pudieran nadar libremente por el rió.